Tuesday, September 28, 2010





Recuerdo que cuando entré en Filosofía, en muchas ocasiones los compañeros de clase hacíamos escapadas al césped de Empresariales a echar el rato. En ese momento me encontraba en un círculo de gente fumando. Al principio el humo, su olor, me hacía toser. Era bastante desagradable.

Supongo que haber tenido una madre fumadora en casa hizo que, muy lentamente, mis pulmones se fuesen acostumbrando.

Me di cuenta estando con esta gente que el olor ya no solo no me desagradaba, sino que tenía cierto toque seductor. Una especie de llamada tentadora.
Semejante sentimiento me asustaba. Temía que algo que odiaba se estuviese volviendo tan atractivo a mis sentidos.

Tanto fue así que acabé cediendo. Por supuesto, a la clásica táctica del "illo ¿me pasas uno?". Así pasé por una breve etapa de fumador que me duró poco más de una semana o algo así. Tras concienciarme de que no estaba para gastar dinero en comprar tabaco, deseché la idea de hacerme fumador.
Sin embargo, había entrado. Mi cuerpo ya lo había a
ceptado.

Desde entonces, han sido más de una, más de dos y más de tres que he sucumbido a los cigarros.

Siempre que mis ánimos caen una parte de mí me pide llenar mis pulmones de humo. Lo cuál me hizo descubrir algo nuevo:

Campañas contra el tabaco hay de todas las formas y colores. Te advierten de todos los riesgos, de todos los daños. Te dicen que produce cáncer, reduce la capacidad pulmonar, acorta la vida, perjudica a los de tu alrededor, te hace perder el sentido del gusto y del olfato... la lista es larga.

Pero hay una cosa, para mí la más importante, que nadie me advirtió. Y es la que más lamento.

Cuando le pedí un cigarro a un amigo mío me dijo "¿Te ha pasado algo?". Es cierto. Cuando recaigo de alguna manera, me desanimo, cuando algo me preocupa o sencillamente hay algo en lo que no quiero pensar, mi cuerpo me pide humo a los pulmones para olvidar.
Fumo para no pensar, para sentir que no hay nada de qué preocuparme. Quizás una especie de sentimiento oculto masoquista que me hace c
astigarme por alguna especie de culpabilidad o algo por el estilo.
Cuando fumo un cigarro, fumo para olvidar mis problemas.

Y durante esos minutos, me siento bien. Uno siente (de una forma bastante estúpida) que su estilo y clase sube. El hilo de humo que desciende de la punta es hipnótico. Es como un mundo aparte. Incluso puedes sentirte un rebelde por hacer algo que se supone que no deberías, pero ahí estás, desafiando la educación que te han dado.

La trampa, y esto no te lo avisa nadie, es que cuando el cigarro se ha consumido por completo, y de deshaces de la colilla, tus problemas siguen ahí.